“¿La literatura lo disculpa todo?” pregunta Vanessa Springora hacia el final de El consentimiento (Buenos Aires, Lumen: 2021), un libro de memorias en el que narra su adolescencia junto a G.M., un distinguido escritor francés que la sedujo cuando ella tenía catorce años y él, más de cincuenta.
G. M., como se lo nombra en el relato, se ganaba la vida narrando sus aventuras pedófilas y prostituyentes con niños manileños y “sus revolcones con colegialas” (180), en libros publicados en prestigiosas editoriales y celebrados por los intelectuales de la época. La pequeña V. no es la excepción. Después de atravesar una relación sexoafectiva con este hombre, que la confunde, la usa y luego la abandona a su suerte, tiene que soportar que G. haga del vínculo abusivo con ella la materia engañosa de sus libros.
El ultraje es tan insidioso, tan eficaz, que Vanessa Springora sobrevive luchando con la sensación insoportable de ser ella misma el personaje de un relato donde su padecimiento no existe ni existió jamás. Sobrevive forzada a aceptar que su vida, su adolescencia, por la vía de la literatura, le pertenece a otro. Es por esa misma vía que ella emprenderá la reapropiación de lo que se le sustrajo cuando no estaba en condiciones de defenderse.
Lo que disputa el relato
En un artículo publicado en Latfem en 2020, Ana Ojeda analiza las dimensiones sociales de la publicación: “Lo que choca del caso de Springora es que en su libro desnuda no solo la perversión de G. M. en tanto individuo, sino una sensibilidad de época que permite el abuso (…) pasando por alto la asimetría de poder en los vínculos” (https://latfem.org/i-will-survive/).
Afortunadamente, estas reflexiones urgentes ganan cada vez más espacio en la opinión pública. Me interesa, además, pensar cuál es el trabajo específico que la escritura permite hacer con la memoria, cuando lo que ella convoca son hechos traumáticos y delitos penales. Sobre todo, en el marco de un género de no-ficción que de por sí desafía las relaciones de la literatura con la verdad. Un uso terapéutico de la escritura, pero también jurídico y ético, entran a jugar en el campo de la institución literaria, que tarde o temprano tiene que tomar partido.
No hay ficción que no recurra, como materia prima del proceso creativo, a zonas de la memoria. En “Memoria y ficción” (2019), Liliana Heker reconoce este fenómeno, avisando que no hay tampoco memoria sin que intervenga en ella algo parecido a la ficción. A propósito de Les mots, las memorias de infancia de Jean-Paul Sartre, dice: “La de Sartre –como la de todo creador, como la de toda persona y todo pueblo con memoria –es una memoria ordenadora y, en cierto sentido, tendenciosa; en eso se parece a la ficción. Aflora como el resultado, nunca definitivo, de un trabajo de ficción” (157). ¿De ficción o de composición? En cualquier caso, no está de más preguntarse por la relación que un libro de memorias propone con respecto a la verdad.
En las memorias, se espera que los hechos narrados sean verdaderos en el sentido jurídico del término. No casualmente Vanessa Springora realiza, además de la publicación del libro, una denuncia penal contra G.M. Esta duplicación del relato en la institución judicial y literaria viene a certificar el compromiso del texto de narrar hechos recordados como reales. ¿En qué consiste, entonces, ese elemento de composición que hilvana toda memoria, elemento en disputa, que lleva a la autora a escribir un libro que al mismo tiempo confirma y desmiente el relato de su abusador sobre ella?
Liliana Heker distingue memoria de recuerdos: “El recuerdo es fugaz, intenso y aislado del contexto. (…) La memoria, en cambio, articula los hechos, los transforma en historia” (158). Los recuerdos aportan datos concretos. Están allí, indiscutibles como cosas en un estante o en un baúl. Para escribir la memoria, sin embargo, no basta con que algo haya sucedido. Se requiere un trabajo de sintaxis: componer relaciones entre las piezas aisladas que son los recuerdos, que las transforme en un relato con sentido.
Es ese elemento, la sintaxis, lo que el libro de Springora viene a disputar. Los hechos son los hechos. Una denuncia penal requiere de ellos, porque la ley es precisa al respecto: establece que ciertos actos concretos constituyen delito. La ley recorta del flujo de los conflictos interpersonales un acto en particular, considerado socialmente inaceptable, habilitando incluso el uso legítimo de la violencia para impedirlo o penarlo. Para establecer semejante frontera, la ley (siempre campo de batalla) se erige como la punta de iceberg de una construcción colectiva de sentido, que no siempre es clara para el conjunto social. Cuando G. M. publica los relatos que publica, en parte se aprovecha de la suspensión del juicio moral que toda obra de arte merece, en principio. Pero considero que también entra a disputar territorios ganados en la ley, convocando simpatías en la opinión pública mediante un trabajo invisible sobre la base del iceberg.
Vanessa Springora denuncia ante el sistema judicial unos actos delictivos cometidos contra su persona, pero además emplea la escritura para construir su relato: el que muestra el engaño y el daño, iluminando no tanto la ley, que en definitiva puede fluctuar, sino sus fundamentos éticos. Considero que éste es uno de sus aportes más relevantes.
¿Se puede consentir lo que no se comprende?
Conozco de cerca este proceso. También yo escribí las memorias de mi adolescencia, en las que estuve sometida a un adulto que se apropió mediante violencias de mi sexualidad y de mi vida. También yo hice una denuncia penal antes de publicar el libro (Si no fueras tan niña. Memorias de la violencia. Buenos Aires: Paidós, 2022). El núcleo de lo que está en disputa, el motor que organiza el relato en el libro de Springora y en el mío, es el mismo que inspira el texto de la ley: las condiciones de posibilidad del consentimiento. Springora hace gala de vocación didáctica al colocarlo como título.
En una nota publicada el mes pasado en DiarioAr, la escritora, docente y psicoanalista Alexandra Kohan complejiza el problema, en estos términos:
Aunque muy diferentes entre sí porque abordan asuntos bien distintos, Putas, erotismo y mercado, de Águeda Pereyra -editado por Síncopa- y Si no fueras tan niña, de Sol Fantin, editado por Paidós, están también para complejizar la noción de consentimiento, para problematizarla, para diseccionarla y para mostrar que no funciona como escudo frente al abuso. (https://www.eldiarioar.com/opinion/amor_129_8941597.html)
Las similitudes entre el caso de Springora y el mío son llamativas, en más de un sentido. También en el mío la literatura desempeñó un rol importante en la estructura del sometimiento. El vínculo pedagógico-espiritual con mi agresor estaba basado en que él me enseñaba a escribir poesía según una estética modernista, rimada y bucólica, de orientación estrictamente religiosa. Tanto los poemas que él me escribió a mí como los que escribí yo bajo su tutela relatan hechos aberrantes bajo un código místico que los vuelve casi irreconocibles, como si se tratara de designios divinos para un crecimiento espiritual marcado por la renuncia a la propia voluntad, como gesto de amor trascendental.
Además de aislarme de mi entorno cultural, este código estético funcionó como candado para impedirme captar el sentido de unos hechos que constituían un tormento para mí, alienándome de la posibilidad de comprensión que reside precisamente en la escritura. ¿Cómo se puede consentir lo que no se comprende?
G. M. no forzó a V. a narrar su propia historia como un paraíso perdido de amor, pero puso la institución literaria a su favor para someterla y anularla, como una verdadera maquinaria de guerra.
La intimidad como línea de batalla
En el caso de Springora, su agresor la convirtió en personaje de un relato que borra su subjetividad, impidiéndole considerar el problema jurídico (y ético) central: la posibilidad del consentimiento. Que este relato haya contado con la legitimación de la institución literaria –G. M. no sólo fue publicado por importantes editoriales de su país, sino que además recibió en 2013 el Prix Renaudot –funcionó para ella como un factor de peligrosa revictimización, tal como lo cuenta en su libro:
Leer el volumen de su diario dedicado en buena medida a nuestra ruptura me provoca un ataque de ansiedad tremendo. Ahora G. instrumentaliza nuestra relación sacándola a la luz bajo el prisma que más le favorece. (…) La del libertino reconvertido en santo, la del perverso curado, la del infiel que se ha enmendado (…). Yo soy la traidora, la que destrozó aquel amor ideal, la que lo estropeó todo negándose a acompañarlo en esta metamorfosis. La que no quiso creer aquella ficción (…). Solo una inyección de Vallium acaba con el ataque de ansiedad. (156-157)
Este planteo abre un terreno espinoso: ¿qué responsabilidades le caben a la institución literaria en todo esto? En el artículo citado, Ana Ojeda hace una observación crucial. Después de mencionar los casos de Roman Polanski, Woody Allen y Luc Besson, y de preguntarse qué hacer con ellos y sus obras, aclara:
Nótese que en este caso no estamos hablando de ficción, sino de comportamientos abusivos, perversos, violentos hacia mujeres reales en el mundo real. Distinto es el caso de Lewis Carroll –un ejemplo apenas– autor de Alicia en el país de las maravillas y fotógrafo amateur de niñas impúberes, considerado habitualmente un “pedófilo reprimido”. Como Nabokov, por otro lado, autor de Lolita, considerada por muches una joya de la narrativa universal. Señores sospechados de sublimar sus pulsiones aberrantes, al menos al día de hoy no hay pruebas de que las llevaran a cabo por fuera de la ficción. (Op. cit.)
Springora, al margen de esto, dirige un cuestionamiento al corazón de la institución literaria, con el acento puesto en los géneros de no-ficción: “Ahora, cuando yo misma me he convertido en editora, me cuesta mucho entender que prestigiosos profesionales del mundo literario publicaran los volúmenes del diario de G. (…), sin tomar una mínima distancia respecto del contenido. Sobre todo cuando se indica explícitamente en la cubierta que el texto es el diario del autor, no una ficción” (180). El asunto es delicado porque evidentemente ninguna de nosotras está abogando por instaurar una legión de censores ni un codex de textos prohibidos. ¿Pero acaso la publicación de libros que relatan delitos de lesa humanidad como ciertos (delitos que gozan de un altísimo grado de impunidad), por la cual el autor recibe una remuneración económica y gana prestigio, no funciona como una abrumadora legitimación? ¿Acaso la literatura lo disculpa todo?
En definitiva, como dice Ana Ojeda, lo que desnuda el libro de Springora es una sensibilidad de época que tolera unos comportamientos abusivos, desresponsabilizándose de la protección de las infancias y adolescencias, aún contra la letra de la ley. Afortunadamente, junto a esta letra, vamos poco a poco acumulando las nuestras.
No está de más insistir en esto: cuando Virginia Woolf, en 1928, ante su auditorio femenino de la Universidad de Cambridge, señaló la necesidad de las mujeres de tener un cuarto propio para escribir, es decir, una condición económica que les permitiera escribir sin estar mirando con un ojo la hornalla y con el otro a los chicos, estaba señalando la necesidad de dotar de sentido el mundo de modo tal que deje de lastimarnos. Y esto no aplica solamente a las mujeres, sino a los sujetos subalternizados en general. El cuarto propio es nada menos que una línea de batalla. Una ilustración precisa de la dimensión política de la intimidad.
La memoria infiel
Este ensayo bien podría terminar acá, pero me voy a permitir una deriva más, una que enlaza la cuestión de la intimidad en su dimensión política y la cuestión del trabajo con la memoria mediante la escritura, que planteé al inicio. Relatando el violento impacto que tiene sobre ella la lectura del diario de G., Springora escribe:
Después de leer este libro, tengo la honda sensación de haber destruido mi vida antes de haberla vivido. Mi historia está tachada, concienzudamente borrada y luego revisada, reescrita de arriba abajo e impresa en miles de ejemplares. ¿Qué relación puede haber entre ese personaje de papel creado desde cero y lo que soy en realidad? (156-158)
Es en la realidad de la propia historia y, por consiguiente, de la propia vida, donde Springora reconoce su herida. Winnicot entiende el término realidad en dos sentidos interrelacionados: como el mundo externo objetivo, diferenciado del mundo interno, y también como la vivencia de realidad, lo que hace que un acontecimiento sea vivido por un sujeto como algo significativo para él (Tagle, 85). En la realidad como vivencia se juega el horizonte del deseo. Es allí, en el misterioso pero vital vórtice del deseo, donde el abuso corta los hilos y produce el daño.
En El consentimiento, Vanessa Springora se vuelve a su pasado para mirar de frente lo ocurrido, asumirlo y nombrarlo como lo que ha sido en verdad: un ataque despiadado hacia ella, sin justificación, que la ha privado irremediablemente de algo. ¿De qué le sirve volver sobre eso y escribir la historia, si no hay reparación posible? Dice Anne Dufourmentelle (2019): “La acogida de la falta protege de hecho el espacio del deseo, su inquietud misma. El trauma que devastó el espacio psíquico, cuando permite que surja una falta, ya deja pasar la vida, el afecto del tiempo y el amanecer de una metamorfosis” (100).
En la escritura, lo que dota de un sentido propio los recuerdos es precisamente un hilo tensionado por el deseo. Como la serpiente mitológica que parece devorar su propia cola, del deseo emana la escritura y de la escritura emana el deseo. La escritura puede funcionar al servicio de “un dispositivo secreto, una música capaz por sí sola de desplazar la existencia hacia esa línea de batalla que llaman deseo” (11), continúa Dufourmantelle. Para ello, es preciso desacatar las lealtades desconocidas que nos obligan a guardar ciertos secretos, a preservar ciertos estatutos, a cumplir ciertos mandatos, para “desmantelar la reserva de fatalidad incluida en todo pasado, abriendo una posibilidad de estar en el presente: lo que se llama una línea de riesgo” (13).
Llegada al buen puerto de la lectura por la vía –ahora también –de la institución literaria, esta escritura, que ha producido un libro, despliega su impacto a nivel colectivo. Queda a la vista el recorrido de una terapéutica que desemboca en una ética. Dice Liliana Heker:
Pienso que es tarea de la literatura desarmar esa memoria muerta [la mala memoria que neutraliza el pasado] y reemplazarla por una memoria real, inconclusa, una memoria que nos incluye y nos reclama, que nos deja instalados en el centro de nosotros mismos y de la Historia, responsables, en el ámbito privado y en el público, de lo que queda por cambiar y por hacer. (162)
Vanessa Springora pone en marcha una memoria infiel a los mandatos de clandestinidad y opresión. Su libro está en nuestras manos como testigo de una desobediencia íntima que puede replicarse, propagándose en efectos emancipatorios de una magnitud que no podemos prever, pero que incuba un huevo de esperanza.
Dufourmantelle, Anne (2019). Elogio del riesgo. Buenos Aires: Nocturna.
Heker, Liliana (2019). La trastienda de la escritura. Buenos Aires: Alfaguara.
Kohan, Alexandra (2022). “El amor aún”: https://www.eldiarioar.com/opinion/amor_129_8941597.html [29/05/2022].
Ojeda, Ana (2020). “I will survive”: https://latfem.org/i-will-survive/, [29/05/2022].
Springora, Vanessa ([2020] 2021). El consentimiento. Buenos Aires: Lumen.
Tagle, Alfredo (2016). Del juego a Winnicot. Una revoluc