Mi nombre es Sol Fantin. Tengo cuarenta años. Soy sobreviviente de ASI (abuso sexual en la infancia y adolescencia) y maestra de grado en la escuela primaria desde hace quince años. El ASI es un delito aberrante (considerado como tortura en los Tratados Internacionales que protegen los derechos de niños, niñas y adolescentes), así como también son aberrantes todas las formas de violencia hacia las infancias, de las cuales las maestras, lamentablemente, tenemos noticia cotidianamente, si tomamos en consideración lo que nuestros alumnos y alumnas cuentan en las aulas, cuando se les brinda la oportunidad de hablar.
Cuando un niño cuenta a una persona adulta, en quien confía, que sufre alguna forma de violencia, es muy importante agradecerle sus palabras, asegurarle que podemos ayudarlo e iniciar una estrategia de protección que, ante todo, preserve la intimidad del niño: una estrategia que esté a la altura del enorme acto de coraje y de confianza que ha realizado al hablar. Hay que prestar especial atención a que no haya revictimizaciones, a no exponerlo de ninguna manera. La situación necesita ser abordada por un equipo interdisciplinario capaz de brindar al niño, a la familia, a la escuela, las herramientas necesarias para la protección. Evidentemente, una brigada policial irrumpiendo en una escuela para tratar a las maestras como presuntas delincuentes de delitos aberrantes delante de los medios masivos de comunicación está lejos del delicado abordaje que se requiere.
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Hace unos años, en una escuela pública en la que trabajaba, un niño de seis años dijo que un familiar le había pegado. Hice lo que me corresponde legalmente: di aviso a la conducción de la escuela[1]. La directora hizo lo que le corresponde: llamó a la Guardia de abogados[2]. Le indicaron activar el protocolo. Llamó al SAME. El niño tuvo que concurrir sin mí –la persona que conoce, en quien había confiado su secreto –a la dirección, a ser revisado por un equipo desconocido de médicos, delante de los cuales tuvo que repetir lo que me había confiado a mí, en una ronda, conversando en la intimidad de su grupo de compañeros.
Me contaron que lloró, aterrado. Lo subieron a una ambulancia y lo llevaron al hospital público, acompañado por la secretaria, a quien apenas identificaba de vista. Esperó en la guardia durante horas. Finalmente, la familia pudo retirarlo del hospital, por la noche. Mientras tanto, la secretaria y yo hablábamos por teléfono cada cuarenta minutos, al borde de la desesperación. Al día siguiente, el niño llegó a la escuela muy serio y lo primero que hizo fue venir a decirme, asustado, que lo que me había dicho era mentira, que a él nunca nadie le había pegado porque lo amaban mucho. No puedo explicar el modo en que me miraron algunas familias ese día, a la salida, cuando les entregué a sus hijos e hijas en la puerta de la escuela.
Supongo que el Equipo de Orientación Escolar (EOE) habrá tenido una reunión con la familia, pero eso debe haber sucedido bastante después, porque el Equipo está formado por tres profesionales que atienden las necesidades de todo el distrito, unas veinticuatro escuelas. Todas las problemáticas que escapan a la competencia de las maestras (que las detectamos), desde dificultades del aprendizaje, hasta presunta vulneración de derechos de toda índole, debe ser atendida por este Equipo de tres personas. En general, hay una demora de unos tres meses desde que presentamos los informes hasta que comienzan a ocuparse del asunto, porque no dan abasto.
Años atrás, en otra escuela, una alumna de doce años se animó a contarle a su maestra que un miembro de su familia abusaba de ella. La directora activó el protocolo, que incluía dar a viso a la familia, pero no permitirles el contacto con la niña hasta tanto no la hubieran revisado y la Guardia de abogados no hubiera intervenido. Según contó la niña, ya había pedido ayuda en su familia, que había hecho que el familiar se disculpara con ella, pero los abusos continuaban. La madre se presentó en la escuela y, como no le permitieron reunirse con la hija, comprensiblemente desesperada, amenazó con denunciar a la directora por secuestro.
Esta misma directora acompañó a la niña al hospital, donde esperaron durante horas. Tuvo que comprarle comida ella misma en el kiosco de enfrente. Los abogados no aparecieron hasta entrada la noche porque, según le informaron a la directora que me lo contó al día siguiente al borde del llanto, había solamente dos abogados para atender los casos de toda la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
En los dos casos que acabo de contar, los niños hablaron con sus maestras después de haber tenido una clase de Educación Sexual Integral (ESI), en la cual se les informó los derechos que tienen, es decir, a crecer libres de violencia. Las maestras ya no sabemos qué hacer. Cumplir la Ley 26.150 de Educación Sexual Integral (ver), para que los niños puedan identificar las violencias que eventualmente padecen, es difícil: a pesar de que fue sancionada en el año 2006, no tenemos capacitaciones al respecto, ni tiempo para diseñar y discutir estrategias de implementación. Hacemos lo que podemos, conversando, intercambiando materiales entre nosotras.
Por mi parte, yo hice un curso por mi cuenta sobre cómo actuar en casos de develamiento de ASI en la escuela, con la especialista Sandra Barilari, que publicó el año pasado un valioso libro al respecto (ver). Mis compañeras muchas veces tienen miedo; ni hablar mis compañeros. Yo misma tengo miedo, o más bien angustia, porque el miedo se me fue cuando terminé de develar el abuso que yo misma había sufrido en la adolescencia.
Angustia, porque cuando damos clase de ESI, muchos niños piden ayuda, y nosotras no tenemos con qué responder a ese pedido, porque más allá del apoyo, la escucha y el amparo que les ofrecemos en la escuela, el Estado no tiene casi nada para ofrecerles, ni a ellos ni a sus familias, que evidentemente necesitan ayuda con la crianza. Miedo, porque cuando un niño cuenta que sufre violencia, nosotras estamos obligadas a dar aviso de inmediato, y eso nos expone de múltiples maneras, sin asegurarnos tampoco que la respuesta protocolar no va a empeorar la situación del niño o la niña.
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En 2022, publiqué un libro (Si no fueras tan niña, Editorial Planeta) contando el abuso que sufrí, por parte de un profesor, a partir de mis 14 años. En mi libro, analizo las estrategias que encuentran los agresores para que las víctimas no logremos comprender lo que sucede y a veces demoremos, como en mi caso, décadas en poder contarlo y denunciarlo. También analizo el modo en que la sociedad, el llamado sentido común, los discursos en los medios de comunicación y en la Justicia, se vuelven cómplices de este delito –muchas veces sin querer, pero da igual, porque contribuyen a asegurar la impunidad.
Hice una denuncia en la Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires antes de la publicación. Cuando el libro salió, me llamaron de varios medios para entrevistarme. Lo comenté con mi abogada. Ella me advirtió: “Tené cuidado, que los medios son una picadora de carne”. Fui entrevistada con tacto y respeto en dos programas de televisión y en varios medios radiales y gráficos (ver), y denegué una propuesta de un noticiero porque el tratamiento que hacían del tema era ominoso y revictimizante. Yo pude discernir a qué exponerme y a qué no, y supe tomar la palabra en público sabiendo lo que quería decir. No es nada fácil, puedo asegurarlo.
La Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires consideró que el delito está prescripto, es decir, que no va a molestarse en investigar lo que yo denuncié, no porque no sea grave ni porque el entonces imputado haya sido declarado inocente, sino porque se considera que venció el plazo para denunciarlo. Sin tener en cuenta los Tratados Internacionales que consideran este delito como tortura y, por lo tanto, imprescriptible; omitiendo los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, la Justicia de la Ciudad me dice a mí, que demoré veinte años en sobrevivir y comprender, que hice tratamientos psicológicos durante todo este tiempo, investigué, me asesoré, busqué ayuda para costear los honorarios de una abogada, me sometí a declaraciones, pidiendo reparación, a mí, que todavía lucho contra mis pesadillas y contra las secuelas del trauma, que ya está, que ya pasó, que mi agresor puede vivir tranquilo, haya hecho lo que haya hecho conmigo cuando yo tenía catorce años y no me podía defender. Esa es la respuesta de la Ciudad. Esto no les interesa a los medios. De esto, no se entera nadie.
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Estos días, en los medios masivos de comunicación, se vio y escuchó a periodistas, madres y padres, y opinólogos de toda índole, hablar sobre ASI como si supieran de qué se trata, hablar sobre infancias como si conocieran las problemáticas que las atraviesan y, sobre todo, de las maestras y las escuelas, haciendo una gigantesca demostración de que, en la mayoría de los casos, no tienen ni una mínima noción de lo que sucede adentro de una escuela. Es llamativo no haber visto ni oído, en ningún momento, en ninguna parte, a una maestra (ni a un maestro, que son pocos, pero también están).
Nosotras, las maestras, estamos por todas partes. Somos un montón. No es difícil contactarnos ni hablar con nosotras. ¿No es por lo menos curioso que nuestra palabra, nuestra voz, nuestra perspectiva, no esté en ninguna parte, no le resulte interesante a nadie? ¿No es por lo menos llamativa esta omisión, precisamente de nosotras, que somos quienes entablamos vínculos de confianza cotidianamente con todos los niños y las niñas de esta ciudad, que somos las encargadas de enseñarles la lectura, las matemáticas, las ciencias, de impartirles educación sexual? ¿No es, por lo menos, extraño?
Hace unas horas, con mis compañeras, debatíamos en el grupo de Whatsapp si nos adheríamos al paro, convocado por tres sindicatos, para mañana. Al principio, no queríamos. Intentamos reconstruir lo sucedido, porque desde el Ministerio de Educación no se nos informó de nada. Hacer un paro implica afrontar descuentos importantes para nuestro salario (el presentismo, que es un porcentaje alto del salario, más el día del paro, que el GCBA nos descuenta haciendo caso omiso del derecho a la huelga consagrado en el artículo 14bis de la Constitución Nacional), pero además, implica reprogramar actividades de toda índole, como familias citadas a reuniones, por ejemplo, y volver a planificar la enseñanza de toda la semana, acarreándonos antipatías entre las familias… En fin, nos complica, nos sobrecarga, nos perjudica y nos angustia. ¿Pero qué otra cosa podemos hacer, si nadie nos escucha? ¿Qué otra cosa podemos hacer, si vemos en los medios a periodistas decir, por ejemplo, que en las escuelas hay equipos de trabajadoras sociales, cuando la realidad es tan distinta, tan dura para las infancias y tan difícil para quienes intentamos protegerlas? ¿Qué otra cosa podemos hacer, si la única respuesta del GCBA ante un complejísimo caso de presunto ASI es enviar a la policía a incomunicar a nuestras colegas, secuestrar sus celulares y allanar sus viviendas? Decidimos hacer el paro, las que todavía podemos hacerlo, con una profunda tristeza.
Ojalá podamos, colectivamente, activar un diálogo orientado a la protección de todas las infancias, y también de las familias y de las maestras (y maestros) que estamos para cuidar y proteger. Porque, aunque en las pantallas se vean brigadas armadas y se hable con el vocabulario de la guerra, de lo que se trata es de aunar esfuerzos para cuidar lo más frágil, lo más importante, lo más valioso de todo: la promesa de humanidad que reside en cada uno de nuestros niños y en cada una de nuestras niñas.
[1] La conducción de una escuela está formada por un director o directora, un vicedirector o vicedirectora y un maestro o maestra secretaria. En la escuela pública, son cargos de ascenso, esto quiere decir que los tres fueron maestros de grado que ascendieron a conducción por concurso.
[2] Un número telefónico al que solamente se puede llamar desde la dirección de una escuela, para recibir indicaciones de qué hacer ante situaciones de presunción de vulneración de derechos. La escuela no está habilitada a hacer ninguna denuncia a la policía ni a la Justicia: debe llamar a la Guardia. Esta es una medida de protección, tanto para las infancias como para los docentes que trabajamos en las escuelas.